Querido diario:
Entré a la tienda y en cuanto vi a la dependiente le dije muy emocionada
¡Busco un par de jeans!
Ella me contestó con el mismo entusiasmo
Claro ¿en qué talla?
A lo que respondo nerviosa, señalándole mis caderas ¡No sé, los que me queden! le dije.
Ella me ve extrañada y seguramente pensó: Que chica tan rara ¿Cómo no sabe su propia talla?
Aun así, me ayudó y logré comprar mi primer par de jeans. No paraba de verme frente al espejo porque mi trasero lucía espectacular. Tenía veintidós años para entonces y daba pequeños brincos de celebración dentro del vestidor. Siempre fantasee con ese momento, pero jamás creí que lo lograría.
Mis papás tienen el pensamiento de que las mujeres debemos imitar a la Virgen María en todos los aspectos, incluida la forma de vestir. Por eso es que a mis hermanas y a mí, nos impusieron vestir con enaguas y vestidos, cubriendo todo nuestro cuerpo. Entre más holgada la ropa, mejor. Así evitaríamos insinuar nuestra figura a los hombres que podían atacarnos verbal o sexualmente. Porque según mis papás las mujeres, somos las únicas responsables de que esto suceda.
En la época de escuela, veía a mis compañeras jugar, correr, saltar y lo hacían con total libertad porque usaban pantalones, pero yo no podía hacer lo mismo. Aunque mi mamá siempre me hizo vestir un short pequeño debajo de las enaguas, no me sentía a gusto para jugar como ellas.
Algo que hacía muy feliz a mi papá, era cuando íbamos a misa y usábamos velo. Era una declaración pública que representaba esa pureza y reafirmaba según él, nuestro verdadero valor como mujeres. Pero, yo nunca me sentí a gusto usándolo y hasta me animé a discutir con él sobre esto, sin tener éxito.
El comentario más común que me hacía la gente era ¿Y por qué solo usas enaguas y vestidos? A lo que respondía: ¡Porque mis papás no me dejan usar pantalones! Entonces, me sugerían que les pidiera que me compraran unos. Lo que la gente no imaginaba era que, si tan siquiera se me ocurría mencionar que quería hacerlo, podía ser castigada verbal y físicamente y no quería tener ese inconveniente con mis papás.
Un día, mi hermana Daniela, quien es cuatro años mayor que yo, fue a un paseo con sus compañeras del colegio, al parque de diversiones y claro, lo más conveniente era que vistiera pantalones o ropa cómoda para la ocasión. Y como en casa era totalmente prohibido ella decidió hacerlo a escondidas y se fue a casa de una de sus compañeras. Al final mis papás la descubrieron y cuando regresó a casa la reprendieron fuertemente. Mi hermana lloró por días.
Mi papá no cedía ante nada, ni siquiera con la idea de que siendo adolescentes y estábamos menstruando lo más cómodo era vestir pantalones para cubrirnos del frío.
Años después, mi hermana Daniela fue la primera en casarse y siendo harina de otro costal como dicen, decidió usar pantalones. Eso me alentó a que yo podía hacer lo mismo en cuanto saliera de casa.
Al graduarme de la secundaria tuve esa oportunidad, ya que migré a la capital a trabajar. Así fue como al salir del pueblo donde vivía, tenía un poco más de autonomía sobre mi propia vida. Y con el primer sueldo me compré un par de pantalones.
Curiosamente Mahsa Amini, una chica iraní que fue torturada hasta la muerte por llevar mal puesto su hiyab tenía la misma edad que yo cuando usé por primera vez jeans.
En cuanto me di cuenta de esta noticia, ver los vídeos en redes sociales de cientos de mujeres que protestan en su nombre, buscando justicia y respeto para quienes decidan no usar un hiyab nunca más, me erizó la piel. Las entiendo perfectamente bien, porque el riesgo que corren ellas al salir a las calles con pancartas, cortándose el pelo, haciendo fogatas para quemar sus velos, es la misma sensación que tuve yo al usar pantalones sin ocultarme de mis papás.
El precio que tuve que pagar por usar pantalones y cualquier otra ropa que me plazca, me costó comentarios llenos de odio y hasta amenazas de que mi alma arderá por la eternidad en el infierno. Lo cual, no ha sido impedimento para vivir bajo mis propios términos.
No hablo el mismo idioma de Mahsa, es poco probable que visite su país y mi contexto sociocultural dista mucho del de ella, y aunque estemos separadas por el inmenso océano Atlántico, tristemente compartimos la misma historia.
